Después de distanciarse de la playa con besos de sal, donde el mar se hace más profundo, es el lugar en el que, ante epidemias viajeras hacia la Isla, ataques corsarios o terribles tempestades, el Cristo moreno, con el rezo del pueblo lagunero, siempre ha brillado como faro protector. Y no lo dice .sólo nuestro enamorado corazón, sino hasta el del poetá, como es el caso de Antonio Zerolo, que convirtió en verso el sentimiento del pescador:

«El Atlántico profundo/espejo de Dios, que brilla/con su poder sin segundo/entonces era mi mundo/y mi casa mi barquilla».

Nuestro populares barqueros se encomiendan al Santísimo Cristo antes de emprender la pesca, y, al llegar septiembre, desean ofrendarle un ramo de coral y tender una red por la que puedan subir besos de espuma hasta su mejilla de amor. 

A golpe de remo, la barca surca las aguas hasta la playa. Trae unos kilos de viejas y salemas, sentimientos de fe y, junto a la cajita de la carnada, una estrella que, aunque sin luz, brilla en el corazón del pescador porque pertenece al espejo marítimo que es el mar en el que se refleja el Cielo. Al final, el hombre del mar sustituye el coral por un ramo de rosas, la espuma por la cera de una vela y acude al Santuario de San Miguel de las Victorias con una oración en los labios y un cantar prendido del alma:

«Pasa un año y otro año/y este culto no se pierde, /porque no hay un lagunero/que del Cristo no se acuerde».

El mar siempre será una constante al navegar por el acontecer histórico del Cristo lagunero, que, según una de las tradiciones que recoge el padre Fray Luis de Quirós, llegó al puerto de Santa Cruz de Tenerife en un navío veneciano.

La venerada Imagen evitó que la maldad hiciera impacto en barcos cargados de buenos propósitos, tal y como ocurrió con el que perseguía el pirata Naranjo o el que un armador envió a América en 1608 con mercancías.

Las protecciones en alta mar eran objeto de exvotos al Cristo. El mercader portugués Correa, al salvarse con su tripulación de una tormenta, regaló una lámpara de plata, y el armador García de las Muñecas, por llegar sin contratiempo a las Indias, entregó otra lámpara de plata de cien ducados. En este último caso, Fray Juan de las Muñecas, que venía a bordo del barco, aconsejó a los tripulantes que hicieran una promesa al Cristo y que echaran a suertes el que debía representarlos para ir en romería a la iglesia del convento de San Francisco.

Uno de los relatos de protección divina más antiguos es el ocurrido en 1598. Aquel año, Tenerife se enteró que los holandeses deseaban saquear la Isla, cuyas riquezas eran una tentación para los corsarios que frecuentaban el Atlántico. El pueblo lagunero, junto a hombres de otros rincones tinerfeños, bajó a Santa Cruz en número superior a cinco mil. Mientras esperaban la llegada del enemigo, los franciscanos rezaron y pidieron la paz para Tenerife, Una mañana, después de unos diez días de espera, llevaron al puerto santacrucero uno de los velos 
que cubría al Cristo y lo utilizaron de estandarte. También se acordó bajar al Crucificado moreno y ponerlo en una cuesta en caso de enfrentamiento, lo cual no ocurrió, ya que la escuadra holandesa, al intentar avanzar hacia nuestro puerto, fue destrozada por el temporal que se desató allí donde el mar es más profundo, iluminando el Cristo al enemigo el camino del retroceso.

Al año siguiente, Juan de Fresneda fletó un navío y lo envió a Lanzarote a cargar trigo para hacer frente a las necesidades de Tenerife. Fresneda, ante la presencia de corsarios, rezó mucho al Cristo y le prometió, si preservaba de todo mal a su barco, construirle una escalera en el altar mayor, adornada con azulejos de gran belleza.

Benito Jaime, en Anaga, vio aproximarse un buque enemigo, cuyo capitán le preguntó qué traía en las bodegas. Al ver que era trigo, el pirata dejó sorprendentemente el botín y hasta ayudó a escapar el navío con su carga cuando intentó intervenir otro barco corsario.

A veces, mientras el Cristo atendía las solicitudes de sus devotos, penetraban en la Isla terribles enfermedades que, al final, desaparecían al darse cuenta el Crucificado de Aguere del dolor de su pueblo.

En el año 1893, La Laguna fue azotada por la epidemia del cólera morbo que afectó a José Rodríguez Moure, quien, once años antes, fue esclavo mayor del Cristo. Dicho sacerdote cuenta cómo enfermó:

«Consecuente con los dispuesto por el señor obispo, se me dio una cantidad y otra igual a don José Tarife, que era el encargado de la parroquia del Sagrario, y comenzamos a repartir de ella tan pronto se terminó el último céntimo de la junta, tomando la precaución de que los socorridos trajera papeleta de la alcaldía, pero si esta precaución me sirvió de salvaguarda para acreditar mi cometido, no me libró del contagio porque la mujer de un manco que habitaba en la calle de San José, para vengarse de las vecinas que la habían clausurado, dando parte de que el marido estaba colérico, tiraba las deyecciones de los enfermos a la calle, y se conoce que con el manteo trújeme los microbios y se me presentó el mal, bien que benigno, pues se redujo a cólicos y diarrea blanca, con una postración tal que no tenía ánimo para nada». 

La epidemia la trajo el vapor italiano Remo, que arribó al puerto santacrucero el 29 de septiembre. Los primeros contagios se produjeron al mes siguiente. El 4 de noviembre, bajo la presidencia de Rafael Gutiérrez González, se reunió la Esclavitud del Cristo para elegir su junta de gobierno. Asistieron también Manuel Carballo Rojas, Carlos Nóbrega González y Juan Gil González. En esta reunión se planteó la petición del pueblo lagunero de celebrar una rogativa al Crucificado moreno para que desapareciera la epidemia. Para ello, la Esclavitud se dirigió 
al obispo. 

En la junta del 4 de diciembre, Luis Díaz Luis dio a conocer el oficio del gobernador del Obispado concediendo el novenario de rogativas en la Catedral, donde se colocaron las imágenes de los Remedios, San José, San Juan Evangelista y San Roque. El Cristo fue trasladado al templo catedralicio acompañado de San Sebastián. 

El 7 de enero de 1894 se cantó un Tedéum en acción de gracias por acabar el azote de cólera en Santa Cruz y no tomar fuerza en La Laguna, donde sólo hubo unas diez víctimas. En dicha función cantó el obispo Ramón Torrijos Gómez. Al día siguiente, todas las imágenes que intervinieron en el novenario recorrieron la ciudad en procesión. El solemne acto lo organizaron el Cabildo Catedral, clero parroquial y varias hermandades y corporaciones religiosas. En las calles lucieron arcos triunfales, colgaduras y adornos y destacó la masiva presencia de vecinos que despidieron y acompañaron al Cristo hasta su Santuario. Entre toques de campana, voladores y música, hay que resaltar la gran peregrinación del pueblo pescador de San Andrés, que acudió a pie a cumplir su promesa hecha al Crucificado. Los más viejos agradecieron a su Protector lagunero el haberlos salvado del cólera y posiblemente recordaron las preguntas de Fray Luis de Quirós:

«¿A quién no avivará la fe, levantará la esperanza, encenderá la caridad y moverá la compasión? ¡Oh Santísimo Cristo, reparador de nuestras vidas, dulzura de nuestras almas, refugio en nuestras calamidades y trabajos! ¿Qué pecho habrá o corazón de piedra, aunque sea más duro que un diamante, que poniendo los ojos en tu preciosa imagen no se encienda luego en fuego de caridad, y se ponga más blando que una cera? ¿A quién no levantará la esperanza, viendo allí tan al vivo lo que el Redentor pasó por nosotros? ¡Oh Cristo Santo!»

Algunos han querido tanto al Cristo que no sólo se han conformado con rezarle, sino con disponer en el testamento el ser enterrados en la iglesia de San Miguel de las Victorias, como Pedro Ledesma, dueño, con Juan Sánchez, de un barco desde el que, al surcar el mar, recibió los resplandores del Salvador de nuestras vidas a un imaginario faro crucificado. Influyó tanto en su persona y modeló de tal forma su corazón que al morir, Pedro Ledesma se acordó de los sufridores de tierra adentro, dejando dinero para la redención de cautivos y pertenencias para los pobres. 

Este es un ejemplo de la atracción de los pescadores hacia el Señor del mar profundo del Atlántico. Un Cristo que abraza el timón de las barcas con el rumbo del feliz regreso y envía mensajes de paz hacia la costa envueltos en olas que, al llegar a la orilla, dejan sobre la arena ensalitrados y blancos encajes de espuma que del sudario de Cristo son señal.

Por el mar llegó el Crucificado a la ciudad de Aguere y quizá fue nuestro sol y el salitre quienes lo volvieron tan moreno como el pescador de Fernando García Ramos, que juega con fulas y cargos, hace un castillo de sal, monta sobre un abadejo y cabalga sin parar. 

Mucha protección dispensa el Cristo lagunero pero, como algunos se preguntan, ¿qué pasa con todas esas personas que han perdido la vida en los días de mar de leva y oscuro temporal? 

Entre coronas de algas y cortejos de pejes verdes, los cuerpos sin vida han bajado a las profundidades del mar, quizá para que, antes de llegar al Cielo, puedan admirar la belleza del Padre celestial, ya que, como en los versos ya citados de Antonio Zerolo, el Atlántico profundo es espejo de Dios. 

La familia del pescador suele sufrir más al perder el cuerpo del ser querido porque raras veces aparece en el roquedal, al tragárselo el mar o quedarse atrapado en un coral. Pero lo importante —deben tenerlo presente los padres del pescador— es que el alma emerge desde lo más profundo para iniciar su ascensión al Cielo como cuando las nubes beben del Atlántico en las tardes de invierno.

Amanece un nuevo día. El mar está tranquilo y la barca navega con su nombre escrito a mano en la proa. Los remos abrazan el agua y la popa dice adiós a las rocas. Con los pantalones remangados, el pescador hunde en las aguas su anzuelo de esperanzas y, al poner la mano sobre la medalla que lleva en el pecho, dedica al Crucificado moreno un cantar que levanta las olas y a las gaviotas despierta:

«Si navegando me muero/no dejaría este mundo/sin cantar con gran esmero/al faro del mar profundo/que es mi Cristo lagunero».