Cualquiera desde los comienzos de su histo­ria... España y el mundo eran más grandes y los hombres más audaces; la "carrera de las Indias" hacía horizontes extensos, y el sol de cada maña­na y la luna nocturna daban luces a nuevas pobla­ciones.

La villa de San Cristóbal de La Laguna, se en­noblecía con el blasón que le otorgó la reina doña Juana, "Arcángel San Miguel, defiéndenos en la batalla". Cada día, era un anhelo en la obtención de una data, en la concesión de un campo, de una fuente, del permiso para levantar un muro para una vivienda o una cerca para guardar ovejas. Los an­tiguos documentos llenaban sus páginas con la tin­ta, descolorida hoy, que señalaba nombres. Des­de el Adelantado hasta un modesto labrantín, de la solemne señora a la sirvienta humilde. Hay que recorrer con orgullo las hojas de los libros de acuer­dos, de datas, de ordenanzas, en los que ha que­dado la antigua historia de La Laguna. La aventu­ra heroica desarrollada entre guanches y castellanos, estaba quedando atrás, devorada por el tiempo feroz, latiendo solo en la imaginación de Antonio de Viana. La faena diaria se confirma­ba en el trabajo necesario para conseguir "el pan nuestro de cada día" y daba nuevos afanes para La Laguna, configurando un hermoso panorama desparramado sobre los campos verdes del valle de Aguere, en los que se movían mujeres y hom­bres para quienes la vida ofrecía todas las noveda­des, Las calles amplias, rectas, se llenaban con rui­dos nuevos; el tardo paso de los bueyes, el brioso galopar de los caballos, el repiqueteo de las ma­zas de los cabuqueros moldeando la piedra dócil... una casa... otra... los muros de un convento... Todo modesto, pero ¡cuanta alegría en los que se iban a cobijar bajo sus techos de frágiles tejas!.

Una mañana de un año, lejano ahora a cerca de cinco siglos, los canónigos Alonso de Samari­nas y Francisco Ferreras, celebraban la primera misa en el poblado naciente, por la parte que se­ría "La Villa de Arriba". Sonaban en los corazo­nes los gozos y las alegrías de lo que nace, como el llanto de un niño que llega a la vida con miedos y la sonrisa que augura sus satisfacciones.

Nació San Cristóbal de La Laguna, en el va­lle de Aguere, entre montes de verdes bosques que le negaban el mar; 

"Si Las Mercedes me dan,
 Lo que Esperanza me quita
 se irá haciendo un volcán
 Mi corazón que palpita..." 

escribirá muchos años después, alguien a quien la ciudad, su historia, sus tradiciones, sus persona­jes, se le metieron en los entresijos del alma....

Nació La Laguna... y una mañana que ahora no me importa precisar si fue de mayo o de diciem­bre, ni de cual año_ una mañana que quiero pen­sar que fue luminosa, subió por las veredas, que la unían con el mar de los Atlantes, una pequeña caravana de hombres, que traían un cargamento precioso, según era el cuidado que le daban...

La tarde del Viernes Santo más grande de to­dos los viernes de la Iglesia Católica, fue triste... Se habían arremolinado las nubes, se enturbió el sol, las rocas se desgajaron y se rasgaron los ve­los del templo de Jerusalen, porque quien los creó, había muerto sacrificado en una cruz. Su entierro fue una pequeña y emocionada procesión difumi­nada en el crepúsculo:

"Luceros de dos en dos,
estrellas de cuatro en cuatro,
van alumbrando a Jesús,
la noche del Viernes Santo". 

¡Que diferente la procesión del año de...! ¿Qué nos importa cual fue?. De uno que está glorioso en la historia de La Laguna. Subía lentamente, cui­dadosamente, por la vuelta de Gracia, por la Mesa de San Roque, en la que latieron los gritos herói­cos de Tinguaro;

"Sin poder ya sostenerse
en la desigual pelea..."

pasaba luego por lo que estaba siendo convento dominico y la ermita del santo patrono, se encon­traba con la algarabía tumultuosa de la carnicería y la recova; callaban los tratantes; el carnicero, de­jaba en alto la cuchilla que preparaba el tasajo, lue­go la rúa del Agua, que alimentaba la Madre, que venía de la montaña, y el campo de San Francis­co, al conventico de los discípulos del santo de Asís... ¡La primera procesión!... Un año, dos, un siglo, cuatro...

Al P. Luis de Quirós se le han clavado en el alma, los clavos de la cruz de Jesucristo, y busca, indaga, pregunta, solicita, va y vuelve entre los humildes y los poderosos, que llegaban ante la ve­nerada imagen, y rezaban ante ella de rodillas con los brazos extendidos.

La historia de La Laguna, rica, opulenta, am­plía de sucesos y personajes, está magnificada por historiadores y poetas:

"bajo un cielo de luz esplendorosa, de fértil vega en la pendiente suave,
bañada por la brisa cadenciosa apareces Aguere en actitud grave, cual preciado tesoro
sobre regio tapiz de seda y oro..." 

Tuvo su Domingo de Ramos, triunfal y solem­ne y también su Viernes Santo, de desconsuelo y soledad, abandonada y desposeída. Pero si mucho le quitaron, no le podían arrebatar su Cristo. ¡Ne­grito, negrito mío!, le piropeaba el P. Argibay.„ ¡Mío... sí... mío, de La Laguna! La historia de los hombres pasó y pasa y pasará ante la venerada efi­gie. Mujeres, hombres, niños y la interminable lis­ta de sus esclavos. Antes de 1659 innominados muchos y otros conocidos porque el P. Quirós se acercó a ellos. Desde 1659, regidores perpétuos, capitanes y comandantes generales, señores de las Islas, jueces de Indias, maestres de campo, coro­neles, nobles caballeros de Santiago, de Calatrava, del Santo Sepulcro, alcaldes de la ciudad... hombres... hombres... hombres...

Cada mes de septiembre, vuelve la rueda a sus giros, las aspas del molino a su rodar y se encuen­tran con lo que habían girado antes. Vuelve la pro­cesión multicolor y variada a reunirse en la plaza y en la capilla. Estamos nosotros y están ellos. No los vemos, pero llegan con la permanencia espiri­tual de lo que fue y se recuerda. Fernando Arias de Saavedra, Francisco Javier de Emparán, capi­tán general de Canarias, Esteban de Llarena Cal­derón y Ponte, marqués de Acúalcazar, el teniente coronel Fernando de Molina y Quesada, Silverio Alonso del Castillo, vicario capitular, Domingo Be­llo del Castillo, alcalde de La Laguna...

Septiembre es en La Laguna un mes diferen­te. Late en él un no sé qué que lo distingue. Es de hoy y de ayer. Palpita en la actualidad y en los tiem­pos pasados: los que viven en La Laguna y los que vienen a ella:

"Si subes a La Laguna,
 entra en el Cristo a rezar..." 

son creyentes y hacen historia. Quizá no hayan lei­do el libro del P. Quirós, donde refiere los mila­gros del Santísimo Cristo de La Laguna: la cura­ción de los males de hijada, o deuna mujer que estaba a punto de perder la vista, o los dos niños quebrados, ni la feliz llegada de la nave del mer­cader. No importa: lo que nos valdrá, lo que les val­drá para gozo de nuestras conciencias, es lo que las fiestas tienen de íntimo y trascendental: los sen­timientos de fe, esperanza y amor, para la imagen, gloria de La Laguna, que representa al Hijo de Dios, en la cruz, del que un poeta escribió hace muchos años, cuando la ciudad comenzaba a vivir:

"Con la cara ensangrentada, con la voz enronquecida, rompidas todas las venas,
y la lengua enmudecida, con la color denegrida,
cargado todo de penas..."

¡Tus penas y las mías... y por amor!