Con sus sábanas bajaban antaño al Crucificado moreno de la cruz 

La Madre San Jerónimo, monja de clausura del convento de Santa Catalina de La Laguna, fue devotísima del Santísimo Cristo de La Laguna. Cuidaba de su aseo y tenía dos sábanas, muy delgadas y limpias, que llevaban al convento de San Francisco para bajar al Crucificado moreno los días que salía en procesión.

La religiosa, cuando no hacían falta, guardaba las sábanas con gran veneración. Viniendo en una ocasión en procesión de su santuario y no pudiendo pasar por el convento de las Catalinas por la lluvia que caía, el Cristo, prodigiosamente, apareció ante los ojos de San Jerónimo, quien esperaba su llegada detrás de la reja de clausura del monasterio que, según hicieron escritura de asiento, fundaron en 1606 Juan de Cabrejas y su esposa, María de Salas.

Y al ver el Cristo, nuestra «hija» de Santo Domingo, en lo más profundo de su alma, despertaría el viejo rezo: 

«Cristo mío lagunero, Dios y hombre verdadero, en quien creo, espero y a quien amo, dadme, Señor, las luces que necesito para que, conociendo vuestra grandeza, pueda tener conciencia de mi pequeñez y miseria, y, por tanto, verdadero dolor de baberos ofendido, con firme propósito de observar vuestra santa ley, prefiriendo morir antes que volver a pecar»

Con el amén al final de la oración, el Santo Cristo se apagó en el coro, más no así en el corazón de San Jerónimo, cuyo cuerpo fue abrazado por las cruces de sombra que proyecta la reja conventual. En la calle seguía lloviendo, y en el coro bajo, la monja dominica crucificando su devoción al cuerpo moreno que tallaron las gubias celestiales de los ángeles.

La Madre San Jerónimo sufrió mucho cuidando a su hermana Sor Consolación, que, por las penitencias a que sometía su cuerpo, perdió el juicio, golpeando a su pobre hermana, quien ofrecía a Dios, con alegría, lo que padecía. 

San Jerónimo fue muy pobre, pero, por la providencia de su Esposo, obtenía limosnas desde Las Indias gracias al buen corazón de una amiga de su tío. Se despreciaba y servía, como criada, a sus compañeras. La penitencia fue una constante en su vida. Vestía siempre lana y dormía vestida en el suelo. Su oración fue muy ferviente. Se quedaba noches enteras en el coro en dulce contemplación, sin ser impedimento la enfermedad de pecho que padecía.

Cristo le reveló, entre otros, los siguientes secretos:

• Viniendo hacia Tenerife desde Roma el obispo Bartolomé Jiménez, con el Padre Fray Juan Tejera, del convento de Santo Domingo de La Laguna, pasó de largo la saetía en que venían —probablemente dado el tiempo reinante— y fueron a parar a Las Indias. Preocupadas las religiosas, le suplicaron a San Jerónimo que pidiese al Señor por los navegantes. Les respondió que, por la noche, había visto al obispo y al hermano dominico pasar de la saetía a un navío grande de corredores para venir a Tenerife. Por accidente mortal de su acompañante, sólo llegó el obispo en un barco grande —como había afirmado la monja— propiedad de Rodrigo Alonso.

• En otra ocasión, estando la Madre San Jerónimo rezando, vio a una beata de Santa Teresa que resultó ser Sor María de Jesús, popularmente conocida como la Sierva de Dios. El día que la referida religiosa entró en el convento, la reconoció San Jerónimo, quien recibió todos los cuidados de la que hoy es el «jazmín» incorrupto de Santa Catalina. San Jerónimo fue muy devota de las llagas de Jesús. Una vez deseó verlas cuando estaba en oración en el coro. Mas tarde quedó en pensarlo que en hacerse realidad su ilusión, pues se le apareció Jesús y le mostró todas las heridas que sufrió en su cuerpo.

Como era muy pobre, no tenía aceite para iluminar la celda y poder atender a su hermana. A pesar de ello, era frecuente ver por las noches sus aposentos llenos de luz y claridad hermosísima.

La Virgen fue objeto de mucha devoción por parte de San Jerónimo. Después de largos trabajos y profundos sufrimientos, la ejemplar religiosa murió, en opinión de santidad, el 9 de junio de 1672, a los 79 años de edad. De la Madre San Jerónimo, en el viejo cementerio dominico de las Catalinas, sólo queda el recuerdo. Sus restos, convertidos en polvo, quizá avivan las flores de los jardines dominicos. Sín embargo, cada Viernes Santo, recibe el abrazo de su Cristo lagunero de una manera desapercibida para la mayoría de los fieles que dan vida a la Procesión de Madrugada.

Cuando, envuelto en el frío de la Noche Santa, el Cristo aparece en la calle del Agua, es el instante en que la Luna más claro brilla y el trinar de los pájaros es toque de diana para que el devoto convierta su canto en un rezo de amor: 

Amarte, sólo mirarte.

puedo Cristo lagunero,

cantarte, después dejarte,

y, como tanto te quiero,

otro día recordarte. 

Cuando el Cristo pasa por el convento de Santa Catalina, esquina Deán Palahí, exactamente debajo del ajimez, es el momento en que su rostro queda a la altura de la reja de una de las pequeñas ventanas del coro bajo. Un hermoso lugar donde «duerme» Sor María de Jesús aureolada por el milagro de la incorrupción. La ejemplar monja, en calidad de Sierva del Cristo de Aguere, será la encargada de hacer llegar su recuerdo a la Madre San Jerónimo. Todo, porque el Crucificado no olvida a quien, hace más de tres siglos, lo ayudaba a bajar de la cruz en dos sábanas blancas y perfumadas como las azucenas que nacen, en el jardín de Santa Catalina, a la sombra de los claustros torneados con arte y fe y en los que vaga eternamente el recuerdo de la Madre San Jerónimo. Una de las muchas y desconocidas Siervas del Cristo lagunero que, cada Viernes Santo, tanto nos perdona envuelto en amor y quebranto.