Los portales de San Francisco son un paso de amor hacia el Cristo lagunero, esa estrella de los vientos, como dice Emeterio Gutiérrez Albelo, por cuyas cuatro puntas atrae a su centro, y ardientemente juntas en vértice de amor, eternal y fecundo, a todos los que tienen hambre y sed en el sendero.

Carmelo Barone ha captado este domingo para nuestra Prensa esta hermosa imagen que es una incitación para entrar en el santuario del Crucificado moreno de Aguere, el relicario de fe del pueblo lagunero que comenzó a construirse en 1506 en terrenos cedidos, un ario antes a Alonso Fernaúdez de Lugo, por Antón Martín Sardo.

El convento debió terminarse en 1914, según se desprende del acuerdo de este año que prohibía el uso de armas entre los esclavos y guanches: «E si algunos de los dichos esclavos que ansy andovieren alzados toviere rezelo de la justicia se vaya al monasterio de Sant Francisco e de allí le hagan salir al Señor Licenciado para que les provea con justicia».

Cuando todavía los muros del recién construido monasterio no habían adquirido solidez, los v-cinos más ilustres mostraron su interés por la edificación de capillas para sus enterramientos, construyéndose la Mayor, la de Gallinato, la del Espíritu Santo, la de Nuestra Señora de Candelaria y la de Nuestra Señora de los Angeles.

El convento está dedicado a San Miguel porque fue el santo que le dio el triunfo al conquistador en la batalla de La Laguna. Monasterio y santuario son testigos del aluvión del 24 de enero de 1713, en que el Cristo fue trasladado a casa de los condes del Valle de Salazar, y del incendio de 1810, que motivó el traslado del Crucificado a la iglesia de los Remedios alumbrando las calles los vecinos con trozos de tea del incendio.

En 1755, el provincial de la Orden Franciscana, Fray José Sánchez, manifestó al Cabildo la necesidad que tenía el convento de San Miguel de las Victorias de ser reformado. Fernando de Ocampo, con quinientos setenta reales, fue uno de los que más contribuyó al proyecto, sin olvidar a otros, como Matías Bossa, que además de fuertes sumas de dinero donaron ladrillos y madera.

Traspasar los portales de San Francisco significa adentramos en la historia del Cristo milagrero que abre sus hermosos ojos cuando concede a los secos campos la lluvia esperada y desclaba de la cruz, según la tradición, su mano derecha en la mañana del Viernes Santo para bendicir a la ciudad.

Al dejar atrás los portales de San Francisco, como apunta Ramón Cué, Tenerife deja de ser isla y se hace trono para llevar por los mares, con sus dos brazos abiertos, a Cristo lagunero.